CON EL CORAZÓN TRIZADO
Por: Julio Salviat Wetzig
Tengo el corazón trizado y el alma tranquila. Murió un hombre bueno, compañero de estudios y de batallas periodísticas, y se acabaron sus dolores terrenales para recibir los regalos del cielo.
Mientras lloro, recuerdo el homenaje que le rendí en el lanzamiento de uno de sus libros:“Pájaro” le decíamos en la vieja casona de la calle San Isidro, donde funcionaban los primeros cursos de la Escuela de Periodismo de la Universidad Católica.Y era un apodo nada de peyorativo, sino absolutamente premonitorio: ninguno de nosotros voló tan alto.
Con su cuerpo flaco y su mente lúcida, ya mostraba prematuros rasgos de su brillantez. Con su mirada franca y su caminar lento, ya se ganaba el afecto de los profesores, el cariño de sus condiscípulos y la curiosidad de sus compañeras.
Fue hace medio siglo, y la vida nos mantiene unidos aunque hayamos vivido lejos. Y en esos 51 años, sólo una vez pude hacerle una corrección a sus textos: en una crónica se refirió al “sándwich de potito”, con doblevé y che, como lo dicen los gringos, y asintió de buena gana cuando le dije que mejor hubiera escrito “sánguche de potito”, con ge, como lo pregonaban en las puertas de los estadios.
Los que están aquí conocen a Enrique y saben de su drama. Cada uno puede dar fe de su lealtad con sus principios, su fortaleza ética y su pluma privilegiada. Todos esos factores están en 110 páginas de un libro que evoca y enseña, que emociona y remece.
Están ahí los personajes que moldearon su vida, empezando por Virginia y Enrique, sus papás. Y los que le alegran la vida, como Soledad, su hija regalona, corajuda e inclaudicable. Y sus viejos compañeros del colegio La Salle.
Aparecen sus maestros pretéritos, como Daniel de la Vega, que fue tal vez su gran inspirador, y los contemporáneos mayores que en Las Últimas Noticias le afinaron el estilo único que lo ha caracterizado: Andrés Sabella, Homero Bascuñán, Luis Sánchez Latorre, Hugo Goldsack.
Están los que influyeron en su vocación, como el gran Julio Martínez, y los que le ayudaron a consolidarla: Nicolás Velasco, Emilio Filippi, Abraham Santibáñez y -con mayúsculas- Guillermo Blanco.
En estas páginas vive en silencio su gloriosa trinidad: Gardel, Chaplin y Neruda.Y habla, también sin palabras, El Principito de Saint-Exupéry.
Aquí sonríen las matrioskas que lo añoran en el departamento que no ve desde el día aquel de la inyección maldita. Aquí relinchan los caballos que cuelgan de esos techos y aquí reposan sus pinturas y sus libros, benditos libros que acumuló con fervor.
Aparecen figuras de las artes y las letras.
Y, sin desmerecer, algunas del fútbol, aunque nunca se puso zapatos con estoperoles. De niño lo conmovieron Misael Escuti, Jorge Robledo y Manuel Muñoz. De joven se deleitó con Enrique Hormazábal, Mario Moreno (que no es Cantinflas) y Jorge Toro. Después admiró a Carlos Caszely. Todos colocolinos, como él. Pero la grandeza de su alma le hizo reconocer méritos de jugadores archirrivales, como Leonel Sánchez, símbolo de la “U”, algo impensado en los tiempos violentos que corren hoy en los estadios.
“Acúsome, Padre: Soy periodista”, dice el título. No se le ocurrió ahora. Su confesión se produjo cuando recibió el premio Embotelladora Andina, en 1996, y constituyó la primera línea de su discurso de agradecimiento.
Periodista fue siempre. Ya lo era cuando estudiaba en Puente Alto y paralelamente esperaba –impaciente- las hazañas de Pirulete en la revista Barrabases, escuchaba sagradamente el programa deportivo de Julio Martínez y escribía sus primeros textos en el diario mural.
Ya vislumbraba por entonces que “ser periodista es tener el privilegio de cambiar algo todos los días”, como resumió Gabriel García Márquez. Y a eso se dedicó en su carrera: a que las cosas cambiaran para bien. Lo ha hecho desde sus jefaturas de crónica, de suplementos, de cultura y deportes, y también desde la presidencia del Colegio de Periodistas y desde la tarima de aulas universitarias.
Treinta y tres años duró su vida terrenal -igual que otro crucificado- en Las Últimas Noticias. Allí aportó dedicación y capacidad. Conoció días de gran intelectualidad y momentos de enorme tensión. Se enorgulleció como todos con suplementos de calidad, como “La Pequeña Biblioteca”, la primera Revista del Sábado y el “Yo, Mujer”, y compartió palmoteos por el éxito de ventas que se logró con el Voz y Voto.
Me van a permitir una digresión (no diga disgresión, habría dicho él), una digresión muy autorreferencial, porque Enrique es una pieza muy importante en el rompecabezas de mi vida. A comienzos de los ochenta, pleno siglo veinte, decepcionado por el traspaso de la revista Estadio a manos periodísticas ignorantes, dejé el periodismo. Me dediqué a fabricar zapatos. A Enrique lo designaron Editor de Deportes, y me buscó para que fuera su segundo. Si alguna otra persona me hubiera ofrecido volver a escribir, no lo habría aceptado… Volví, y gracias a Ramírez Capello me reencontré con lo que mi vocación me ordenaba. Y -lo más importante- gracias a este señor vi por primera vez a la que sería el gran amor de mi vida y que hoy es mi esposa.
Voy a aprovechar de acusarlo.Con Enrique cubrimos juntos el Mundial de España en 1982. Y allí confirmé lo distraído que él era. Yo tenía y tengo fama de pajarón, pero me mató el punto. Al diario llegaba siempre con un bolso-maletín lleno de libros y papeles, y colegas bromistas le duplicaban el peso metiéndole guías telefónicas. Y se venía a dar cuenta cuando llegaba a su casa.
Se rio mucho en Oviedo, donde estaba nuestro cuartel general mundialista, cuando extravié mi credencial de prensa. Eso significaba, en rigor, que me quedaba marginado de las coberturas de partidos y de los actos oficiales... “¿No era yo el volado?”, se burlaba. Tras muchas y eternas gestiones, logré que me dieran otra. El último día en España, arreglando su maleta para regresar a Chile, abrió desmesuradamente los ojos mientras apuntaba hacia un rincón de la valija: “¡Tu credencial!”, me dijo... Enrique la había echado ahí junto con un montón de ropa que había acumulado encima de una cómoda donde yo la había dejado.
Volvió a Crónica después, pero la cercanía se mantuvo. Y mientras él prosiguió en Las Últimas Noticias hasta que asesinaron su esencia, yo conocí casi todas las otras redacciones santiaguinas.
Hoy, Ramírez Capello se sonroja al ver los contenidos de su querido diario. No es de escandalizarse mucho, pero seguramente le impactó que titularan en primera página “Mirar senos da más vida”… o “Camila Vallejos no quiso mover la colita”… o -peor aún- “Sarita Vásquez rompe el récord: (es la) única mujer que llega virgen al divorcio”.
Enrique conoce muy bien la diferencia que hay entre un letrado como Joaquín Díaz Garcés, el primer director de LUN, y un empresario como Agustín Edwards Del Río, el director actual.
Según Ramírez, la ética es la mejor palabra. De eso dio prueba a lo largo de toda su trayectoria. Descubrió también que El Principito es el mejor periodista, porque interroga, investiga y descubre. Y -como si se estuviese retratando- sostiene que “avanza con las palabras y las hace hermosas y explosivas, lúcidas y encantadoras”.
Como él lo hace, nada más y nada menos.
Ha luchado siempre por defender a la que un ex director de la Real Academia describió como “la lengua maltratada” y arremete con su lanza de Quijote contra las cacofonías, las redundancias, las obviedades y las repeticiones.
Dedicó las tres R a la argentina Leila Guerriero por su forma de hacer periodismo, que según él consiste en rescatar, recrear y revolucionar. También instituyó el premio “Brazos de Oro” para los reporteros que “trotan en manada y estiran su extremidad para almacenar declaraciones oficiales en sus grabadoras”.
En la puerta de su casa puentealtina puso un letrero que decía “Regalo ilusiones”, parodiando a otro que vio en la carretera con la leyenda “Vendo ilusiones” y que se refería a las flores. Enrique tendrá el cuerpo herido y el alma dolida, pero sigue regalando ilusiones a quienes lo visitan.
Romántico, en la cuarta acepción de la Real Academia: sentimental, generoso y soñador. Si fue a Chiloé es porque sentía que era un deber rescatar doncellas de las manos del Trauco. Y ese romanticismo lo llevó a lanzarse sobre el capó de un automóvil que llevaba a su inalcanzable amada hacia el altar.
Tú te acusaste en tu libro, Enrique, y yo me confieso delante de todos: me dio susto escribir todo esto, porque tú exiges 19 elementos en la receta contenida en tu Manual de Redacción. Desde escribir solamente de lo que se sabe, hasta incluir el “para qué” cómo séptima doblevé en el lead informativo... Sentí miedo, Enrique, de que me faltara algún ingrediente.
Escribiste una vez que “Abraham Santibáñez vive en estado de ética”.Yo quiero escribir que Enrique Ramírez Capello vive en estado de amor.
Amor a las letras, amor al periodismo, amor a la docencia y a la decencia...Y, sobre todo, amor al amor.