El homenaje a la vida del gran escritor Luis Sepúlveda en la pluma de nuestra colega y dirigenta metropolitana Oriana Zorrilla
“Querida Oriana, entre tus
fotos de años ha… ¿tienes alguna fotografía de El Michay o de esos tiempos de
la J en la quinta comuna? Un beso gordo, Lucho”.
Luis Sepúlveda, escritor famoso,
te escribí un mensaje que voló sin destino, probablemente tú estabas dejándonos
a causa del virus que nos tiene secuestrados; fue en por rebeldía porque nunca
aceptaste las exigencias anti libertarias. Aún conservo el libro de poemas “Las
leyendas del Cristo Negro” de Mahfúd Massis, con la dedicatoria en letras
rojas, para reconciliarte porque te llamé la atención por rayar los muros
blancos de la Iglesia de El Tabo y tomar un par de cervezas en Cartagena,
eludiendo las reglas en El Michay.
11 de marzo 2020: Oye,
escritor famoso, me estás mirando desde la portada de La Segunda, no sé qué es
peor, saber que ese maldito virus te tiene por las cuerdas o mirarte en la
portada. Resiste! te lo exijo, desde aquí, desde la quinta, quinta de tu barrio
de infancia.
18 de abril de 2012: ¡Qué
coincidencia este intercambio en un mes de abril de hace ocho años!
“Querida Oriana, entre tus fotos
de años ha… ¿tienes alguna fotografía de El Michay o de esos tiempos de la J en
la quinta comuna? Un beso gordo, Lucho”.
“Mi querido escritor
universal, en aquellos años no eran comunes las cámaras fotográficas, sin
embargo, tengo una hermosa foto de El Michay en que aparecemos Gioconda
Vergara, Patricia Vargas y yo. Éramos tres bellas muchachas y cargábamos chuzos
y palas, supongo que para armar nuestras carpas. Recuerdo esas
conversaciones –entre educativas y políticas- en torno a la fogata.
Al preguntarle a los chicos ¿Por
qué te acercaste a la JOTA? Sus respuestas eran políticamente incorrectas “me
gusta ella”, “lo paso bien con ustedes”.
Me has hecho recordar nuestras
incursiones en la Quebrada de Alvarado, la rigidez del viejo Abraham, que fue
asesinado ese día junto al Pepe Carrasco y a los otros en venganza por el
atentado a Pinochet. No olvido el desparpajo con que “el Ayaru” -Mario era su
nombre- se metía al mar en calzoncillos. Después paradojalmente se transformó
en un elegante vendedor de tienda. A Lorenzo y los otros con los “bluyines”
arremangados.
Tomábamos el tren en la Estación
Central hacia Cartagena y demoraba tanto. Antes de partir ya estábamos comiendo
huevos duros, trozos de sandía y choclos cocidos. Luego llenábamos las
destartaladas micros que recorrían el Litoral Central para bajarnos en la
esquina de la Iglesia de El Tabo, a la que denostabas en todos los términos
posibles.
Y de allí, cargar los bultos
hacia arriba. Jamás olvidaré la humillación que me hizo pasar mi madre al
poner
en mi bolso sabanas y pijama, por cierto, no teníamos mochilas. Buscaré la
fotografía y la digitalizaré, más que sea para recordar lo jóvenes que fuimos.
No sé si alguna vez te dije, pero
nunca me he cambiado de la población y parece que el tiempo no hubiera pasado
por aquí. Suelo encontrarme con los viejos jotosos. ¿Te acuerdas del Chelo
Barrera? Era un gordo que cantaba canciones picarescas; “un día se murió la
Beatriz, por meterse el dedo en la nariz”, parece que me alargue ante una
pregunta tan breve.
19 de abril 2012: Día
de la fundación del Partido Socialista.
Querida Oriana: No sé si me estoy
convirtiendo en un cuchuflí emocional, de esos que se ablandan fácilmente y
dejan caer lagrimones de manjar blanco, pero tu mensaje me ha causado
exactamente eso. ¡Cuántos recuerdos! La pregunta es porque me encuentro
escribiendo algo que quiero mucho, en realidad es mi más hermoso e intenso
proyecto literario. Se trata de una novela titulada “Los años felices” y en
ella cuento la historia de la militancia y todo me sirve para refrescar la
memoria.
¿Cómo olvidar el Michay, ese
grupo de guardias rojos que llenábamos la estación de trenes? Cómo olvidar a la
pequeña rubia que encabezaba la consigna con su ¿de dónde somos? Y el coro que
seguía: De la quin, quin, quin, de la ta, ta,ta…Juventudes Comunistas de la
Quinta Comuna.
Algunas veces cuando viajo a
Chile, a Santiago suelo perderme solo por el barrio que ha cambiado tanto. Me
gusta bajar por la calle Colón desde Independencia a Vivaceta y dejarme llevar
por los recuerdos. ¿Cómo no recordar al Ayaru? Y, de tantos, los hermanos
Margarita y Bernabé Calderón, o mi gran compañero Marcos Leal, el primer
militante que conseguí cuando en Avenida Matta 2832 me dijeron que hablara con
los viejos del Partido para que me dieran las llaves de un local en la esquina
de Rivera. Y, solo como un náufrago, pero sintiéndome émulo de Pavel Korchaguin
encaché ese local. Arreglé una mesa de pin pon, recortando artículos y fotos de
la revista Unión Soviética armé una exposición que se titulaba “La conquista
del Cosmos” y, solo, esperaba día tras día en ese local hasta que apareció
Marcos Leal y ya fuimos dos los jóvenes comunistas. Y al mes éramos más de
treinta, que fuimos “la guardia roja que va forjando el porvenir”.
Y, por cierto, jamás olvido que,
tras la exhibición de sábanas y pijama, en el Michay con Hernán Cortés fuimos
tus ángeles de la guarda nocturnos, durmiendo, uno a cada lado, envueltos en
nuestras frazadas, para proteger a la pequeña Oriana de los lobos rojos que
acechaban en el bosque.
20 de abril 2012: Me da un
poco de pudor escribir a un tipo tan famoso como tú, pero el haber vivido esos
“Años Felices” me da el derecho a hurgar en mis recuerdos y es inevitable no
pensar en los “sábados rojos” y los “domingos insurgentes”.
Temprano formábamos las brigadas
para vender el diario El Siglo ¿cuándo iba a imaginar qué años más tarde sería
reportera allí? Fue mi primer trabajo como periodista. Éramos la primera
“horneada” de periodistas universitarios y con verdaderos maestros, todos
“cuadros de la clase obrera que aprendieron el oficio de tanto leer y escribir”
para cambiar el mundo.
Despertar a los viejos de la
población voceando El Siglo a veces producía iras, a las que sobrevivíamos
estoicamente con nuestra alegría de superar la cuota de vender 10 diarios por
grupo. Por las tardes nos íbamos de excursión al cerro de Renca, al parque
Cousiño o al cerro San Cristóbal. Era tardes de juegos, conversación y de
amores juveniles. Nos lo caminábamos todo y llegábamos rendidos para ir
nuevamente al local. Allí bailábamos, no mucho. No nos caracterizábamos por el
ritmo, más los guitarreos eran nuestra actividad favorita.
¿Cómo era posible salir a las
07:00 de la madrugada cuando podíamos dormir hasta las tantas? Nuestros
viejos reclamaban que ese entusiasmo debíamos dejarlo para la semana. Siempre
llegaba tarde a tomar el bus 41 de la E.T.C.E. (Empresa de Transportes Colectivo
del Estado) que me dejaría en Recoleta, en mi Liceo, el N° 4. Todos los días
coincidía con Oscar Castro el actor, también famoso mundialmente, quien iba al
“pituco” colegio Academia de Humanidades. Me empinaba para sujetarme del fierro
y Oscar acercaba su mano a la mía rozándola levemente. Nunca intercambiamos
palabras.
Por ser hija de comunistas me
eligieron presidenta del Centro de Alumnas del Liceo, era ridículo que, yo a
los 14 años fuera dirigenta de casi cuatro mil alumnas entre internas, externas
y mediopupilas. Mis inseparables compañeros del Valentín Letelier me daban
cuerda para que no desmayara ante semejante tarea.
LA POBLACIÓN
Cuando la JOTA y el Partido
de la población habían crecido tanto tuvimos un local “propio”, estaba en
Araucaría con Walter Lihn. El compañero Zúñiga tenía las llaves y nuestro
“comisario” era el compañero Madrid. Ellos velaban por nuestro buen
comportamiento; nada de alcohol, nada de cigarrillos y mucho menos “sexo”.
Hace un tiempo me enteré que este
señor Walter Lihn era un interesante arquitecto de inicios del Siglo XX,
propietario de la casona que luego se transformó en Londres 38, lugar de
tortura y muerte durante la dictadura.
El año 1921 W. Lihn trajo a un
urbanista austríaco para proyectar un barrio con construcciones de tres o más
pisos. Esos edificios se construyeron entre los años 1923 al 1929.
Nuestro barrio se caracteriza por
sus calles estrechas y amplias y no es contradicción. Empedradas con adoquines,
creo que nadie en la población sabe de este sujeto. También me llena de emoción
saber que fuimos jóvenes idealistas, estudiosos, alegres, sencillos y llenos de
sueños.
Lo importante ahora es mantener
el alma intacta después de tantos años.
23 de abril 2012: Querida
Oriana lo que me cuentas de Lihn es asombroso, pero encaja en eso que se llama
“el pago de Chile”. Es asombroso porque hasta que leí tu mensaje pensé que mis
recuerdos eran una trampa de la imaginación, y que nunca había existido un
pequeño barrio así, de casas pequeñas, y adoquinado. Ahora sé que existió y
confío en que siga existiendo.
Con mi amigo, mi hermano el gran
escritor argentino Osvaldo Soriano solíamos decir que lo peor de haber nacido y
vivido en el Siglo XX, era que nuestras vidas eran como un incesante inventario
de pérdidas, y que a veces nuestra propia memoria nos hacía dudar.
La última vez que estuve en
Santiago el año pasado, en un mes triste de abril porque me tocó acompañar los
últimos días de un amigo y compañero muy querido, Óscar Espinoza, el Sambo,
hice un viaje por la memoria y me fui caminando por San Diego desde la Alameda
hacia el sur. Buscaba una calle pequeña que unía otras dos; Lacunza y Nataniel.
En mi memoria es una calle de una
sola cuadra, con casas bajas de ladrillo, algo así como el barroco turinense, y
en cada casa había un farolito de hierro forjado que, sobre el invierno, le
daba un aspecto escenográfico. Y, eran casas humildes, la mayoría conventillos.
Pero no encontré nada, todo había desaparecido hasta el trazado de las viejas
calles había sucumbido a la necesidad de comunicar a la ciudad con la autopista
norte-sur.
La última vez que estuve en mi
viejo barrio Vivaceta busqué mi casa en la calle Teniente Bisson 611. Pero el
barrio era un mundo distinto, otro planeta.
No estaba la panadería de un
viejo español llamado Miguel, cuyo aroma a pan caliente saludaba mi bajada de
la micro o del gigantesco bus Mitsubishi, enorme como un barco, cuando volvía
del Instituto Nacional. Tampoco estaba el almacén de la señora Olga, que vendía
a crédito mediante un sistema de libretas, en las que anotaba delante de los
clientes, con un grueso lápiz de carpintero, la compra y su valor. Tampoco
estaba la carbonería de Pardo, vendedor del mejor carbón de espino para los
braseros que calentaban los inviernos o para los asados.
En la esquina de Rivera y
Teniente Bisson falta todo. No existe la sede del PC de las JJ.CC. ni el
emporio del tano Girardi, que dos veces al año recibía una mortadela espléndida
y que cuando se nacionalizó chileno en 1966 invitó a todo el barrio. Y, tampoco
estaba la jabonería de don Peyo, otro español que pasaba el tiempo escuchando
óperas y se molestaba cuando lo interrumpían.
A veces creo que por ese hombre
soy escritor, porque una de las cosas que más me gustaban era cuando mi madre
me mandaba a comprar un litro de agua de cuba, y un puñado de azul, que era un
polvo para blanquear la ropa, finísimo y absolutamente azul. Yo veía como
sacaba un puñado de una enorme caja y hacía un cucurucho de papel. Apenas
salía, yo abría el paquetito y me extasiaba con ese color, y repetía la palabra
azul…azul como un conjuro, y amo esa palabra. Hasta ahora la palabra azul es
una de mis favoritas, porque cada vez que la digo me lleva de regreso a esa
esquina de mi infancia.
Un beso en un día de temporal.
16 de abril 2020: Un adiós
en medio de la pandemia. Te quedas en Asturias, La Roja, la de antes. Santiago
de Chile.
Por Oriana Zorrilla N
Presidenta Consejo Regional
Metropolitano
Colegio de Periodistas de Chile
15 de abril 2020
Muy linda historia, y qué suerte tuviste, Oriana, de contarlo entre tus amigos desde jóvenes...
ResponderBorrarLidia
Todo el Azul para él, de corazón.
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