Por Abraham Santibáñez, periodista
Al comienzo parecía un estallido
sin precedentes pero fugaz. Después de tres semanas la crisis creció hasta
amenazar la esencia de la convivencia social. Nuestra democracia, cuya recuperación
nos llenó de esperanzas, está en riesgo. Es como si nunca hubiera existido la
épica derrota de la dictadura sin más arma que un lápiz.
Es hora de reivindicar el papel
de los medios que fueron capaces de denunciar.
Hace treinta años la mayoría de
los chilenos pensaba que era más importante la razón que la fuerza. Creíamos
que la felicidad, como la alegría, había llegado o estaba en camino. No nos
dimos cuenta de que el derecho a voto no era suficiente.
Antes, en medio de la Guerra Fría
se nos dijo que el peligro venía del otro lado de la Cortina de Hierro. Fue el
pretexto para la dictación de una ley, irónicamente bautizada como de Defensa
de la Democracia. Más tarde, tras el golpe de 1973 estaba agazapada la campaña
del terror de las elecciones de 1970. Ahora sabemos, sin embargo, que el mayor
peligro para la paz social no provenía de Moscú ni de Beijing (entonces Pekín)
sino de la insensibilidad criolla.
Peor aún, el crecimiento de la
economía aumentó de manera exponencial el abismo entre pobres (muchos) y ricos
(pocos). No es que antes no existiera la desigualdad, pero en las últimas tres
décadas no solo aumentó, también puso en evidencia nuestro lado más oscuro.
El egoísmo, incubado en la
idealización del “winner”, está en la raíz de este violento estallido. Durante años
se repudió el amor al prójimo, se desprestigió la solidaridad, reemplazados por
la prédica de que hay que rascarse con las propias uñas. El ejemplo más claro es
el sistema de pensiones en que nos concedió graciosamente la posibilidad de
subirnos a un Mercedes Benz siempre que pagáramos la cuenta del combustible administrada
por generosos “emprendedores”.
No es cierto -como se insiste- que
no hubo voces de advertencia. Fueron brutalmente descalificadas. Como parte de
una generación de periodistas que creíamos en la importancia de la libertad de
expresión, creo que es hora de valorar su trabajo. Quiero recordar a los
periodistas con quienes trabajé en la revista Hoy: mujeres (como María Paz del
Río, Patricia Verdugo, María Olivia Monckeberg, Marcela Otero, Ana María
Foxley, Odette Magnet, Carmen Ortúzar) y hombres (Emilio Filippi, Hernán
Millas, Guillermo Blanco, Alfonso Calderón, Ignacio González Camus, Jaime
Moreno Laval, Ascanio Cavallo, Antonio Martínez, Mauricio Carvallo, Hernán
Vidal y Alejandro Montenegro). A ellos
hay que sumar los profesionales de las otras revistas como Análisis, Cauce,
Apsi, Mensaje, el Boletín de la Vicaría de la Solidaridad y las radios
Cooperativa, Chilena y Balmaceda.
¿Su mérito?
Haber denunciado incansablemente
la violación sistemática de los derechos humanos y la falta de humanidad del
modelo económico y político de la dictadura.
Es sintomático que, después de la
recuperación democrática, los dirigentes políticos que se mantuvieron vigentes
gracias a estas publicaciones, no tuvieron remilgos en dejar que se cerraran.
Hay muchas lecciones en estos
días. Pero sería muy injusto olvidar a quienes, como decía Filippi, creíamos que
nuestra misión en la noche de la dictadura era ser “una luz de esperanza”.