Por Odette Magnet, periodista
El hedor recorre el país y se va pegando a la piel de los
jóvenes cesantes, las familias endeudadas, los jubilados que cobran sus
pensiones paupérrimas, los chilenos y chilenas de segunda y tercera clase. Los
precios suben, la moral baja. Un salario mínimo que es una burla, una ofensa
para millones de trabajadores que se rompen el lomo cada día y no les alcanza
para lo básico. El ahorro es una utopía. Carabineros entra al Instituto
Nacional, los estudiantes evaden el pago del Metro, las mujeres con sus hijos
que, desde temprano, forman largas filas en los consultorios en busca de
asistencia médica y no, precisamente, de amigas nuevas.
El
oasis no funciona.
Envuelto en gases lacrimógenos, huele a aguas servidas.
Los manifestantes comparten el sabor amargo del engaño, la impunidad y el
abuso. El caceroleo y los bocinazos se escuchan de norte a sur. La ira a
borbotones moviliza. A quemar el Metro, buses y supermercados, a saquear el
comercio. Una apuesta riesgosa pero qué carajo. Es ahora o nunca. A estas
alturas, ya no hay nada que perder. Nos quitaron todo, hasta el miedo. Un país
que se reconoce en la humillación, la impotencia, el desamparo, sin ninguna
razón para soñar en un futuro.
Frustración, hastío, cansancio. Se acaba la paciencia. La
bronca de unos y la riqueza de otros se fueron acumulando en proporciones
iguales. Cuestión de años. El descontento social se fue incubando
silenciosamente durante décadas como mala hiedra trepadora mientras Chile
aparecía como la única casa linda de un barrio feo. Una fantasía colectiva de
enormes distorsiones que fue compartida en la región y buena parte del mundo.
Dos
países en uno. La pestilencia de la inequidad.
Chile se va sumiendo en una crisis que se traduce, en
parte, en una profunda desconfianza hacia la clase política, las autoridades, los
congresistas, sean del signo que sean, los empresarios, las instituciones. Se
elevan los muros de sospecha, se acortan los puentes de confianza. La
solidaridad es una palabra color sepia.
Hasta que la burbuja reventó. El estallido social resultaba
inevitable. Lo que sorprendió a la gran mayoría fue la magnitud del terremoto.
Porque fue un terremoto. Las réplicas se escucharán por largo tiempo.
El país abandonó el letargo y despertó. O al menos emprendió
un viaje sin retorno, una lucha sin tregua. Una caída en picada libre. Hasta
que la dignidad se haga costumbre. Con los músculos acalambrados después de
tanta inercia, el sentir que los protagonistas eran otros, los poderosos, los
privilegiados de siempre. La sensación de que da lo mismo lo que hagan o digan porque
nunca nadie nos escuchó, nadie nos quiso ayudar. Con el miedo atragantado
porque el Golpe y la larga dictadura están demasiado frescos en la memoria y el
dejá vu resulta imposible de ignorar.
En un nuevo siglo, regresó la emergencia en democracia:
el toque de queda,l os soldados y sus tanquetas en las calles, los disparos,
los detenidos, los muertos, los torturados, las filas frente a los
supermercados, los desaparecidos, la impunidad.
Poco faltó para que La Moneda comenzara a dictar bandos. El
temor paraliza, y el gobierno lo tiene claro. Insiste -con majadería- en la
necesidad de restaurar el orden, pero la apuesta tapada es la de provocar y
exacerbar el caos para recurrir ala lógica del vandalismo y justificar una
represión desatada. Se apela a la campaña del terror como en los mejores
tiempos. La manipulación por pantalla de televisión. Un gabinete mudo y un
presidente sordo, que cerró la semana con un catorce por ciento de aprobación,
según la encuesta Cadem (la cifra más baja de un presidente en democracia).
A
los chilenos se les pudrió el alma.
No había otra opción. Era necesario atravesar el
infierno; ya estábamos hace rato en el umbral. Chile en marcha,
pero en las calles. No en el slogan oficialista que debió ser retirado tras una
semana de protestas masivas. El estallido más estruendoso que se haya escuchado
desde la recuperación de la democracia. La esperanza también moviliza y con el
paso de los días, la protesta sin violencia se replica. Se alza la voz, también
las manos, se reclama el derecho a vivir en paz.
Levantado el toque de queda y, al día, siguiente, el
estado de emergencia, el presidente también era otro. Había cambiado el
libreto, el tono, el lenguaje. Habló de cambios profundos, de un pacto social. Borrón
y cuenta nueva. ¿En qué estábamos? Como si esa semana hubiese sido un ensayo,
un precalentamiento en la práctica de gobernar. Anunció un gabinete de unidad
nacional, un paquete de medidas urgentes. Pasó del discurso de la guerra al del
perdón. La fiebre del mea culpa contagió a varios ministros y a más de un empresario.
Un escenario inconcebible una semana antes.
Pero quedaba la sensación de que todo era muy poco y muy
tarde.
Habrá que ver, pero la doblada de esquina es evidente.
Quizás el futuro comienza a ser posible para millones. Octubre termina con una
sociedad más alerta, más empoderada. Los olvidados se niegan a seguir como
espectadores, quieren ser protagonistas. Quieren oír su voz. No más
ventrílocuos.
Despiertos, y embroncados. ¿Una salida a la crisis? Sí, pero
no cualquier salida sino una que requiera de un consenso amplio, sin
distracciones ni pactos secretos, que recoja con urgencia las múltiples
demandas. Chile no puede esperar.
Quisiera creer que no todo está dicho ni hecho.Esto no ha
terminado. Del estallido puede nacer un país más sabio, más generoso, con
lecciones aprendidas para no ser nunca más olvidadas. El sufrimiento de tantos
no puede ser en vano.
Se ha expresado la aspiración de construir un modelo que
haga posible parir ciudadanos más felices, con trabajos y sueldos dignos. Una
nueva agenda social, una asamblea constituyente, una nueva Constitución que
asegure el acceso a una educación y salud de calidad, una cultura de buen
trato, que abrace la diversidad de sueños y talentos. El futuro de cada chileno
y chilena no puede estar marcado a fuego según la cuna en que se nace o el
apellido que se lleve. La exclusión es violenta. La meritocracia es falsa
cuando no hay igualdad de oportunidades.
La patria alcanza para todos. La verdadera modernidad
pasa por hacernos responsables no sólo de los fracasos individuales sino de los
éxitos colectivos. La globalización también es ética: nace de la justicia, la
participación y la convivencia democrática. Son valores permanentes, que le dan
un propósito a una sociedad. No se aprenden en una emergencia. Tampoco se
arrebatan. Duele la desigualdad. Una vergüenza nacional que debe asumirse y
corregirse de una buena vez. Sólo entonces podremos comenzar a construir un
alma nueva.