Por Patricio Araya G.
Publicado originalmente en El Clarín
La lucha por derrocar a la dictadura no
fue posible concluirla con éxito sino hasta que la oposición decidió llevar a
Pinochet a las urnas en 1988, obligándolo a un diálogo democrático mil veces
resistido, luego de descartar la vía armada que se fraguaba como única salida a
la represión. A fines de esa década, la inteligencia social organizó el
descontento dándole a esa épica un relato que la mayoría ansiosa vio dibujarse
como promesa bajo un arcoiris imaginario. No obstante, tamaña grandilocuencia
sucumbió con la misma fuerza que se hizo patente.
La misma épica de la disconformidad, que
tras el triunfo del No desembocó en algarabía incontenible y en grandes
esperanzas transformadoras, a poco andar se convirtió en una épica de la
tristeza y la desilusión. Esa lucha, entendida como una construcción social que
implicó la participación de millones de chilenos asfixiados por la falta de
libertad y garantías, devino en un triunfo acotado a la repartición espuria del
botín, al que sólo accedieron unos pocos privilegiados. La prometida alegría,
aquella que bañaría con su elixir a los triunfadores del plebiscito, no fue más
que un eslogan publicitario.
Jaime de Aguirre, actual director
ejecutivo de Chilevisión, es un buen ejemplo –tal vez el más emblemático– del
devenir épico del último cuarto de siglo. Para el plebiscito del 5 de octubre
del 88, De Aguirre estaba en ‘la otra orilla’, en la del No; él compuso el
mítico himno con el cual los opositores entonaron su deseo de cambio. Él estaba
del lado de los opositores a la dictadura y de todo lo que ella implicaba y
representaba. De esta aseveración podría colegirse que el hoy alto ejecutivo
del ex canal universitario, se oponía al modelo social, político y económico
impuesto por Pinochet, y que en su reemplazo anhelaba un país libre y
solidario.
Sin embargo, De Aguirre es la vívida
demostración de cómo el mercado cambia a las personas, de cómo éste articula la
pérdida de las contenciones ideológicas, de cómo un convencido opositor a un
modelo fáctico se convierte en su defensor e impulsor en ‘democracia’, de cómo
se cruza de una orilla a otra sin perder el semblante, de cómo se atraviesa
desde los ismos de diverso cuño al capitalismo salvaje y desatado. De Aguirre
lo hizo, tendiendo puentes, validándose a ambos lados del río Mercado, bailando
al son que le toquen, siendo ‘izquierdista de salón’ y un gran burgués emisor
de boletas para financiar a la ‘derecha liberal’. Un vergonzoso periplo de 25
años entre el Sí y el No.
El señor Jaime de Aguirre hoy es el fiel
exponente del transformismo político y económico experimentado por la vasta
elite criolla, desde la ‘recuperación de la democracia’. Así como en su momento
su cancioncita fue la voz del descontento popular, hoy, ya transformado en un
ser de la otra orilla –o colocado en ese rol, según la ocasión–, él continúa
abrazando las mismas prácticas indecentes para conseguir dinero que antes
deploró, y se vale de los mismos paradigmas comunicacionales añejos para darle
sentido a su propio transformismo: el dinero le pertenece a aquellos que más
trabajan para conseguirlo, a los exitosos; tenerlo es una cuestión de habilidad
temporal y espacial que depende de las redes propias y ajenas. La derecha
política y económica controla la propiedad de los medios de comunicación y, en
consecuencia, decide quién gobierna y por cuánto tiempo.
Pues bien, señor De Aguirre, entérese, el
dinero mal habido jamás ha tenido explicación moral alguna, así como tampoco
hoy la tiene la tesis del poder inmanente de la prensa, toda vez que tras la
irrupción de las TIC’s, ni siquiera el Washington Post podría botar algún
gobierno, como lo hicieron sus reporteros Bernstein y Woodward con Richard
Nixon. En la actualidad, los gobernantes tienen sus propios medios de
comunicación para contrarrestar la arremetida de la prensa incómoda, a lo que
suman el servilismo del duopolio periodístico a través del avisaje bien pagado.
No obstante, ése ha sido el juego de la casta que tan bien representa el directivo
de CHV, reinterpretando a su favor una y mil veces los mecanismos para hacerse
del dinero e instalar en el poder a sus señores, en la medida de sus
necesidades.
¿Alguna vez este personaje imaginó ser
millonario, como Ponce Lerou?, ¿qué une los modus operandi de ambos en ese
siniestro camino hacia la riqueza súbita? Quizás ninguno de ellos imaginó cómo
cambiaría su suerte tras la dictadura. La habilidad camaleónica frente a cada
nuevo escenario ha sido clave en ese tránsito de empleado a millonario; habilidad
apta para hacerle frente a la adversidad de turno, aprovechando el viento a
favor, esquivando obstáculos, estableciendo lazos con el poder, hipotecando el
prestigio de subalternos.
Para asegurarse un lugar en la historia
alegre del comando del No, Jaime de Aguirre utilizó su traje de ‘izquierdista
opositor’; en aquella época él soñaba con la democracia, hasta
que pudo atracar en su orilla prodigiosa, y luego, ya en esa Edad Media de mil
años de la política chilena, llamada transición,
se lo quitó y se vistió de Armani, sin que mediara cuestionamiento ético alguno;
y así mutó a su nueva performance de ‘progresista dúctil’, sin militancia
declarada, indumentaria que le da cabida y validez en las dos orillas del río
Mercado, desde cuya privilegiada posición le hace trampas a la democracia que
tanto ansiaba, recaudando fondos para sus antiguos ‘adversarios de derecha’. Sin
duda alguna, Jaime de Aguirre, merece el desprecio de los votantes del No. Y,
por cierto, las preguntas de la fiscalía.