Por Patricio Segura.
Es una buena señal. En realidad, una muy buena señal.
Fue muy positivo que el oficialismo rechazara tal opción. La que alguna prensa diera como una posibilidad: un acuerdo entre el oficialismo y la Unión Demócrata Independiente para permitir a esta última salir del ojo del huracán producto de los cuestionamientos a sus ingresos (reservados y, eventualmente, irregulares) de campaña. Dudas que aunque hoy se dan solo a nivel de trascendidos, ya se informó que se materializarán en investigación penal.
Ya se había hecho la puesta en escena para el zarpe de negociaciones y transacciones en torno a revivir lo que en alguna oportunidad permitió al gobierno de Ricardo Lagos salir del embrollo en que se convirtió el caso de sobresueldos en el Estado (en algunos casos derivados a campañas políticas de la Concertación). El que se conoció como MOP-Gate y que terminó, producto de conversaciones lideradas por José Miguel Insulza y Pablo Longueira para salvar a la administración Lagos, en las leyes de control de gasto electoral y alta dirección pública.
Porque el horno sí estaba para bollos.
La experiencia que se vivió durante la tramitación de la Reforma Tributaria con la cocinería regentada por Andrés Zaldívar de ello daba cuenta. Acuerdos copulares de espaldas a la ciudadanía, o con una ciudadanía mirando pasmada a otros tomar decisiones por ellos, es aún una opción. Para muchos.
Es la hora de terminar con la mentira como acción política. El financiamiento electoral debe estar a la altura de un país que quiere ser cívicamente decente. Por eso las palabras del vocero Álvaro Elizalde sobre un posible acuerdo refrescaron el debate: “Bajo ninguna circunstancia el Gobierno avalará un manto de impunidad respecto de los delitos que está investigando la Fiscalía”.
Más de alguien dirá que la Nueva Mayoría adhiere a la ley del embudo. Que cuando necesitó apoyo, la UDI estuvo ahí para respaldarla. Así como estuvo también para apoyar a la DC cuando cometió el error de inscribir en forma incorrecta a todos sus candidatos para las elecciones de 2001. Y hoy, cuando ellos le necesitan, no están disponibles.
No es que uno crea que el mundo cambió de golpe o que la Nueva Mayoría se puso transparente a todo evento. Es posible un poco de ello, como también la posibilidad de aprovechar una coyuntura para hacer lo que desde antes pensaban y, de paso, cobrar facturas pendientes.
Sea cual sea el motivo, la decisión –si ya está tomada- es positiva. Es un buen camino terminar con los arreglos en la oscuridad, remedo de la figura de que entre bueyes no hay cornadas. O peor aún, de que la familia no se toca (una versión light de lo que en cierto mundo se conoce como la omertá).
Es la hora de terminar con la mentira como acción política. El financiamiento electoral debe estar a la altura de un país que quiere ser cívicamente decente. Lo dijimos a fines de 2013, en el artículo denominado “De telebingos, cohecho e hipocresía electoral”: “Es por ello que en pro de la transparencia y la democracia debiera terminarse con las figuras de aportes secretos y reservados, además de prohibirse que una misma persona natural o jurídica realice donativos a dos o más candidatos que compitan por el mismo cupo, situación que no tiene asidero bajo el concepto de alternativas democráticas en competencia. Y tampoco lo tiene el que se permita a empresas hacer aportes de cualquier tipo, toda vez que estas bajo ninguna circunstancia podrían tener un interés en la pugna política considerando que su objetivo último es generar utilidades. No así sus propietarios o socios en calidad de personas naturales, para quienes sí se entiende su respaldo a las campañas”.
En aquella ocasión, el artículo versaba sobre la posibilidad legal de los candidatos de rendir, y en el fondo recibir devolución, de sus gastos de campaña asociados a “las erogaciones o donaciones realizadas por los candidatos a organizaciones o a personas naturales o jurídicas, mediante el patrocinio de actos culturales, deportivos o de cualquier otro tipo a celebrarse dentro del ámbito territorial respectivo”. Es decir, en Chile el clientelismo electoral legalizado, cuando uno esperaría que los votantes opten por propuestas y no por las lucas que les ponen en la mesa.
Sí, en el país nos falta mucho por avanzar en controlar la obscena relación actual entre dinero y política. Pero ello no obsta reconocer que restarse de acuerdos cupulares para dejar sin sanción a quienes han, eventualmente, delinquido ya es una buena señal.
Es una buena señal. En realidad, una muy buena señal.
Fue muy positivo que el oficialismo rechazara tal opción. La que alguna prensa diera como una posibilidad: un acuerdo entre el oficialismo y la Unión Demócrata Independiente para permitir a esta última salir del ojo del huracán producto de los cuestionamientos a sus ingresos (reservados y, eventualmente, irregulares) de campaña. Dudas que aunque hoy se dan solo a nivel de trascendidos, ya se informó que se materializarán en investigación penal.
Ya se había hecho la puesta en escena para el zarpe de negociaciones y transacciones en torno a revivir lo que en alguna oportunidad permitió al gobierno de Ricardo Lagos salir del embrollo en que se convirtió el caso de sobresueldos en el Estado (en algunos casos derivados a campañas políticas de la Concertación). El que se conoció como MOP-Gate y que terminó, producto de conversaciones lideradas por José Miguel Insulza y Pablo Longueira para salvar a la administración Lagos, en las leyes de control de gasto electoral y alta dirección pública.
Porque el horno sí estaba para bollos.
La experiencia que se vivió durante la tramitación de la Reforma Tributaria con la cocinería regentada por Andrés Zaldívar de ello daba cuenta. Acuerdos copulares de espaldas a la ciudadanía, o con una ciudadanía mirando pasmada a otros tomar decisiones por ellos, es aún una opción. Para muchos.
Es la hora de terminar con la mentira como acción política. El financiamiento electoral debe estar a la altura de un país que quiere ser cívicamente decente. Por eso las palabras del vocero Álvaro Elizalde sobre un posible acuerdo refrescaron el debate: “Bajo ninguna circunstancia el Gobierno avalará un manto de impunidad respecto de los delitos que está investigando la Fiscalía”.
Más de alguien dirá que la Nueva Mayoría adhiere a la ley del embudo. Que cuando necesitó apoyo, la UDI estuvo ahí para respaldarla. Así como estuvo también para apoyar a la DC cuando cometió el error de inscribir en forma incorrecta a todos sus candidatos para las elecciones de 2001. Y hoy, cuando ellos le necesitan, no están disponibles.
No es que uno crea que el mundo cambió de golpe o que la Nueva Mayoría se puso transparente a todo evento. Es posible un poco de ello, como también la posibilidad de aprovechar una coyuntura para hacer lo que desde antes pensaban y, de paso, cobrar facturas pendientes.
Sea cual sea el motivo, la decisión –si ya está tomada- es positiva. Es un buen camino terminar con los arreglos en la oscuridad, remedo de la figura de que entre bueyes no hay cornadas. O peor aún, de que la familia no se toca (una versión light de lo que en cierto mundo se conoce como la omertá).
Es la hora de terminar con la mentira como acción política. El financiamiento electoral debe estar a la altura de un país que quiere ser cívicamente decente. Lo dijimos a fines de 2013, en el artículo denominado “De telebingos, cohecho e hipocresía electoral”: “Es por ello que en pro de la transparencia y la democracia debiera terminarse con las figuras de aportes secretos y reservados, además de prohibirse que una misma persona natural o jurídica realice donativos a dos o más candidatos que compitan por el mismo cupo, situación que no tiene asidero bajo el concepto de alternativas democráticas en competencia. Y tampoco lo tiene el que se permita a empresas hacer aportes de cualquier tipo, toda vez que estas bajo ninguna circunstancia podrían tener un interés en la pugna política considerando que su objetivo último es generar utilidades. No así sus propietarios o socios en calidad de personas naturales, para quienes sí se entiende su respaldo a las campañas”.
En aquella ocasión, el artículo versaba sobre la posibilidad legal de los candidatos de rendir, y en el fondo recibir devolución, de sus gastos de campaña asociados a “las erogaciones o donaciones realizadas por los candidatos a organizaciones o a personas naturales o jurídicas, mediante el patrocinio de actos culturales, deportivos o de cualquier otro tipo a celebrarse dentro del ámbito territorial respectivo”. Es decir, en Chile el clientelismo electoral legalizado, cuando uno esperaría que los votantes opten por propuestas y no por las lucas que les ponen en la mesa.
Sí, en el país nos falta mucho por avanzar en controlar la obscena relación actual entre dinero y política. Pero ello no obsta reconocer que restarse de acuerdos cupulares para dejar sin sanción a quienes han, eventualmente, delinquido ya es una buena señal.